Argentina adolescente

Porque nuestras vidas, no se evalúan por la capacidad de soportar las desgracias que las afectan desde afuera, en un modo estoico tan celebrado, sino por la capacidad de mantener los ojos abiertos la mayor parte del tiempo ante lo negativo interno a la vida misma, aunque también activando la vida. Hacerlo sin compensación, ni sustitución, es ahí de donde proviene la lucidez para encontrar la base de un relanzamiento de la vida.
Françoise Jullien. (Una segunda Vida).
En muchos casos de orientación a padres nos encontramos con situaciones de progenitores demasiados pendientes de lo que les pasa a sus hijos, inclusive en su mayoría de edad. Cómo se sienten, qué les duele, si algo los entristece, por qué… Siempre están pensando que son los ‘motores’, los responsables de su bienestar, los que pueden solucionarles los problemas, cuidar de todo para que no corran peligros, facilitarles la vida… Y eso justamente no los emancipa, los vuelve mucho más dependientes y vulnerables.
A partir de cierto punto en la vida de los hijos, uno como padre tiene que cambiar de lugar.
Algo parecido implica esta gran transición que tiene que hacer nuestro país. Pero es difícil.
Muchas veces, a los padres, nos gana el miedo.
¿Sabrá nuestro hija/o, sabrá nuestra patria, lo que es mejor para ella, lo que tiene que hacer?
Una historia sin tradición
A la hora de explicarnos nuestra realidad, los argentinos no dejamos de compararnos con lo exterior. Este espejo en el cual nos miramos tiene una historia que va más allá de los colonos españoles que vinieron a dominar nuestras tierras y a superponer su cultura a la nuestra, trayendo consigo su raza y su Dios.
El proceso inmigratorio de fines del siglo XIX y principios del XX introdujo el germen del desarraigo. Ese desarraigo se replicó en los hijos de los inmigrantes, nacidos en una tierra a la que los ligaba no una tradición sino un sentimiento: crecieron contagiados y cautivados por la abundancia de corazón, por el impulso generoso de un país que no rechazaba a nadie, milagrosamente abierto a todos los hombres del mundo.
En ese origen reside tal vez la singular movilidad cultural del argentino, su don para transitar por culturas extrañas. Permanecer en una tradición sería limitarse, y dicha limitación no cuenta para el hombre de raíces débiles; está sediento del mundo y su desarraigo viene a ser –paradójicamente- una promesa de apertura, de universalidad.
Sin embargo, esta porosidad que ha generado múltiples capacidades, atenta contra sus propias virtudes: impide que sus productos sedimenten al punto de constituir un cuerpo que garantice una continuidad. Trazar finalmente un estilo, una identidad, una personalidad capaz de acrecentar las propias fuerzas. Es preciso valorar el sedimento de la tradición, pues no se puede vivir siempre comenzando de cero.
Cada nuevo gobierno provoca en nosotros una premura casi infantil donde no hay tolerancia ni paciencia para ver resultados… ¿no estará ahí, frente a nosotros, aquel ‘otro yo’, al que rápidamente repudiamos?
Comenzar una nueva etapa
Existe la fantasía de que hay un prototipo de padre que ayuda a su hijo a madurar. Pero primero hay que preguntarse si nosotros, como padres, hemos madurado.
¿Qué pasaría si mi hija realmente se emancipa? ¿El riesgo es de ella o es mío?
A veces somos los padres los que no maduramos. ¿Por qué no nos sinceramos y nos damos cuenta de que no sabemos qué hacer como adultos con nuestra vida, cuando dejamos de ser padres, en lugar de tener este rollo con nuestros hijos?
¿Podrá ella, podré yo, en mi revalorización, en esta integración, conformar una nueva forma de relación, más colaborativa, menos paternalista?
¿Tendré yo esa capacidad de producirme a mí mismo?
Argentina, esta hija que tenemos todos, parece siempre estar esperando que venga un líder a salvarla. Pero recuperarnos como comunidad no puede depender de una persona.
Todo se detiene hasta que se definan las elecciones… Parece que nadie puede decidir nada hasta no saber quién será el próximo presidente o presidenta.
Necesitamos recordarnos que, en la democracia, el pueblo es el soberano.
Pareciera que no queremos salir de esta trampa: queremos seguir con el sueño de que va a haber alguien que nos va a salvar, así como un hijo puede querer eternizar la adolescencia y su padre también. ¿Acaso estamos eternamente condenados a repetirnos en este fracaso?
¿Qué sería crecer? Crecer sería hacer nuestra parte como ciudadanos, respetar las leyes, decidir sobre lo propio… Uno tiene la posibilidad de decidir mucho desde el lugar donde está.
¿Cuál sería el mejor paso en nuestra transición hacia la madurez?
Ese es el desafío que tenemos que encarar como sociedad, para que Argentina ya no sea esa adolescente que deja la ropa tirada y nosotros ese padre que se pregunta cuándo va a madurar, mientras levantamos los trapos y los llevamos al lavadero, como cada día, con cierta masoquista satisfacción, por tener algo que hacer con la propia vida, por tener que ocuparnos en lo intrascendente simplemente porque es inevitable.
Estaremos listos para dejar que nuestros hijos enfrenten sus propios desafíos? Seremos capaces de afrontar los temores que despiertan nuestra propia ignorancia?
Recuperar el poder, la libertad y la revalorización de nuestra existencia, como país y como personas, no depende de ningún ser superior, requiere de que seamos partícipes y responsables.