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¿Pueden las organizaciones cuidar la salud mental de sus empleados?



En el ámbito de las organizaciones laborales, uno puede llegar a creer que la inclusión se trata de incorporar lenguajes, razas, sexos, clases… Pero es mucho más. A lo largo de nuestra existencia, la delgada realidad que llegamos a ver los seres humanos nos permite comprobar que lo que está en juego en este sistema de vida es nuestra originalidad. O sea, nuestra posibilidad de ser quienes somos, con capacidades y límites, o quienes queremos ser, proyectando aquello que tenemos para brindar. En esa posibilidad radica nuestra salud mental.


Dentro de las empresas, esa verdad suele estar oculta o encubierta por todas las convenciones sociolaborales. Y eso ocurre porque no nos han enseñado a poner en juego lo que traemos dentro. Nuestra cultura nos educa para responder a expectativas de otros, dejando por fuera las nuestras y exigiendo nuestro equilibrio para responder adecuadamente al entorno.


Viéndolo de este modo, todos somos excluidos.


¿Nadie quiere trabajar?


Los convencionalismos se rompen cada tanto. Muestra colectiva de ello son la respuesta laboral de la postpandemia y la actual crisis institucional global a la que asistimos. En todo el mundo vemos personas que, tras haber pasado un tiempo fuera del sistema de consumo, comprobaron que no estaban tan de acuerdo con quiénes eran. Cuando se rompió la inercia, quedó al descubierto frente a ellas otra realidad: salieron del personaje y se reencontraron con el autor. Esos individuos hoy son más críticos del sistema y más exigentes con lo que van a buscar en una organización.


Pero las organizaciones están inmaduras y no están listas para darles una respuesta satisfactoria. Pregonan no entender qué está pasando, y dicen: “La gente no quiere trabajar”.


Frente a este escenario tan desconcertante, las empresas intentan volver a la antigua normalidad, a tener coloquios, a hablar de si se está rindiendo, produciendo o ganando como se debiera, a tratar de que todo vuelva a funcionar como antes, sin comprender que hay un ciclo que terminó.


Tiempo de re-evolución


Los seres humanos precisamos sentirnos, reconocernos, pensarnos; hablar de lo particular en nosotros, de lo que nos pasa frente a una dificultad, de lo que queremos hacer, de aquello primordial que nos constituye. Abrir un espacio de reconocimiento. Si no, nos enfermamos.


Sentirnos nos da existencia. Cuando nos regimos exclusivamente por el afuera, perdemos orientación.


Es muy importante que, en esta nueva etapa, las organizaciones contemplen este hecho: que las personas necesitan tener registro de sí mismas para estar sanas. Recién entonces podrán ver cuáles son los objetivos, los desafíos, las oportunidades, las dificultades a enfrentar, los planes de acción a encarar…


Cuando sucede al revés, cuando actuamos respondiendo al afuera sin registro de nuestro interior, los seres humanos nos convertimos en depredadores o en presas: salimos corriendo a matar o morir.


Recuerdo una conversación con el dueño de una empresa que quería lograr que su gente trabajara más integradamente, pero no podía moverse él mismo, como para ubicarse la par de los demás en esa integración. Temía perder el control.


Esta es otra realidad que hay que tener en cuenta: los dueños de las compañías, los CEOs, y los ejecutivos en general, no quieren enfrentar los costos de los cambios necesarios, o temen modificar la forma en que actúan. Deberíamos hablar del miedo en espejo que trasmiten a sus empleados al no poder soltar el control. Ese miedo resuena en el líder y es proyectado en forma de desconfianza en los demás.

Es preciso superar estas limitaciones para llevar adelante la transformación que hace falta.


El propósito de la organización es incluir todas las voces, cohesionarse con los propósitos de la gente que la compone: hacer comunidad.


No se genera una comunidad cuando se pretende que todos los integrantes respondan a la premisa de una sola persona. Las premisas de todos deben tener voz.


La integración de las individualidades del equipo –eso que cada uno trae de particular–, no de sus convencionalismos –lo que la organización requiere–, aumenta el capital de salud de la empresa.


Además, la integración de la comunidad interna aporta valor para responder al intercambio con la comunidad externa: clientes, proveedores y otras organizaciones.


De este modo, trabajar teniendo en cuenta la particularidad de cada miembro del equipo, es decir, cuidando su salud mental, potencia el despliegue de la organización.



Para seguir leyendo: Desafíos para ser verdaderamente inclusivos, de Mariano Qualeta, en Forbes.



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